Por Iván Antonio Jurado Cortés
Como era de esperarse y gracias a la
permisividad de los entes de control del Estado colombiano, la mayoría de
administraciones locales se han convertido en la mejor rampa para oportunistas
electorales. Desde hace meses, muchos alcaldes municipales vienen mostrando su
poderío político frente a aspirantes por el mismo cargo que no comparten sus
procederes. El ejemplo es claro, cuando muchos de los mandatarios en ejercicio
de sus funciones públicas, muestran sin ningún escrúpulo su simpatía y apoyo
por un candidato en particular.
Es común escuchar una frase que
desgraciadamente hace parte de nuestra cultura política: “¿Cuál es el candidato
de la alcaldía?”, que de solo manifestarla causa malestar a los que entendemos
la democracia como el mejor camino para la consolidación de las políticas
públicas, con principios de equidad y participación. En la mente de la
ciudadanía se ha engendrado la idea que es obligación de la alcaldía o
gobernación postular aspirantes.
No es raro observar a contratistas y
funcionarios públicos efectuando proselitismo político, sin que ningún organismo
gubernamental tome medidas preventivas o sancionatorias, acto que acelera aún
más la actitud de estos personajes, quienes se creen con el derecho y el poder
de aprovechar los programas y proyectos del Estado para beneficio particular.
Lastimosamente estos delincuentes cuentan con el ingenuo respaldo de la
ciudadanía, quien al final de cuentas es la responsable.
No puede existir mejor trampolín que los
recursos públicos para saciar sueños personales. Prácticamente los entes
territoriales son la mejor ‘maquinaria’ para producir votos inconscientes,
gracias a la ignorancia política de los sufragantes. Es un mal que ha cercenado
la sutileza de la democracia colombiana, permitiendo la imposición de propuestas
que a corto plazo se transforman en desorden administrativo, conllevando al
atraso de las comunidades.
Aunque el abuso de poder es normal en todo
proceso electoral; existen regiones al parecer donde no existe presencia de
entidades de control que regulen las acciones gubernamentales, es el caso de
muchos municipios de las costas pacífica y atlántica. No se justifica como las
instituciones públicas se adecuan a conveniencia de ciertos personajes,
aprovechados de la oportunidad brindada por las autoridades locales y/o
regionales.
Estas actitudes delictivas de emplear recursos
públicos para apalancar campañas políticas de aspirantes a corporaciones y
jefaturas municipales y departamentales, determinan en el fondo el costo
electoral. Ningún candidato independiente podrá enfrentar desde el punto de
vista económico a un adversario con chequera prestada. Como reza el refrán, “lo
que no es mío hagámoslo”.
El asunto es que este escenario de endeudamiento
anticipado, termina por afectar la inversión estatal. El descontrol y
parcialidad de las campañas electorales, han hecho que aspirantes no adscritos
a intereses institucionales, tengan que replantear su proceder, varios,
utilizando estrategias antiéticas e ilegales, engendrando en la mente del
constituyente primario una ideología mercantil, supeditada al mejor postor.
Estos actos permiten la destrucción paulatina del principio democrático,
conllevando cada vez a mayor abstinencia electoral y anarquía.
Necesariamente si se habla de paz, se debe
plantear este gran problema que tanto daño le causa a la democracia y
gobernabilidad nacional. Que los diálogos de la Habana no solo sean para
satisfacer urgencias económicas, sociales, políticas y culturales, sino que
permitan enfocar temas aparentemente insignificantes pero de inmensa resonancia
en el desarrollo y progreso de los pueblos. El clientelismo electorero es un
mal que aqueja la sana cultura popular, contribuyendo al deterioro del tejido
social desde la participación y equidad.
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