Por Iván Antonio Jurado Cortés
La
dualidad que vive actualmente el pueblo colombiano a medida que avanza el
proceso de paz entre las FARC y el gobierno nacional, es cada vez más compleja.
Y no es para menos, gracias a personajes que se han dedicado desde que iniciaron
los diálogos en la Habana a manifestar intencionalmente que la tan anhelada paz
no llegará nunca; otros, que es el único camino para consolidar una democracia participativa,
incluyente y sostenible en el tiempo.
Es
una discusión que ha desgastado hasta los más entendidos en este campo; pero ha
podido más la paciencia y esperanza de millones de colombianos que palabras
desalentadoras de ‘lumbreras’ e ilusos que impulsivamente se mueven alrededor
de posturas sensacionalistas, la mayoría cargadas de populismo y rencor
desenfrenado. Es el caso de algunos
‘barones’ de la política que ganan sus votos a base de las decisiones de
desprevenidos, que en nuestro país existen en abundancia.
No
sé si es una enfermedad o simple coincidencia de tomar el tema de la paz para
despotricar y contratacar a la ciudadanía que piensa distinto a la guerra. Es
el pueblo colombiano quien al final debe determinar sobre la continuidad o
liquidación de la confrontación armada. Tanto el congreso de la República como
el ejecutivo y el sector judicial, necesariamente deben limitarse a canalizar
el clamor de los afectados, más no a sobreponer sus puntos de vista que de por
sí son sesgados, antiéticos y en algunos casos irresponsables.
La
sensibilidad humana está tan atrofiada que peligrosamente auspiciaría una
decisión contraria a la realidad popular. Y no es para menos, con tanta presión
de mercantiles guerreristas, hoy, es fácil expresar que se acabe con este
convulsionado proceso de paz, sin medir las consecuencias, mucho menos el
futuro de la patria. La historia universal ha demostrado que la guerra es el
peor flagelo en contra del desarrollo de la humanidad.
Pero
la responsabilidad no es solamente de los políticos o empresarios, es también
de la guerrilla y el pueblo, quienes equivocadamente se conjugan en tendencias
egoístas y caprichosas, destruyendo la esperanza de una sostenibilidad estatal.
Colombia no puede caer en el jueguito de propuestas impulsivas, nocivas desde
todo punto de vista a la necesidad popular.
El
proceso de paz adelantado en la Habana, también es un ejercicio psicosocial que
permite esclarecer la intencionalidad del pueblo y sus gobernantes. Desde que
iniciaron las conversaciones el 18 de octubre del año 2012, se ha detectado
posturas encontradas, resaltando las contrarias a la intención de lograr la
paz, por sus argumentos vacíos, cargadas de odio y una venganza intestinal, que
indudablemente perturban los aconteceres diarios sobre el tema.
A
pesar de que la mayoría de las expresiones concluyen que el actual proceso de
paz es más demorado de lo que se pensaba, la insistencia en continuar puede más
que la desinformación alrededor de la temática. Es la primera vez en la vida
política del país, que se plantea en estas negociaciones propuestas
estructurales para una verdadera transformación del Estado. La complejidad de
los temas justifica la lentitud del
proceso. El pueblo debe sortear esta dualidad en beneficio del sentir
cotidiano. Que no sea el interés bélico de unos caudillos el que se imponga, y
finalmente termine determinando por el futuro nacional.
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