lunes, 14 de octubre de 2013

LA SOMBRA DE LA DESESPERANZA


Por: Iván Antonio Jurado Cortés

A medida que pasan los días las cosas se tornan complejas para las comunidades aborígenes y negritudes del departamento de Nariño, en especial las fincadas en el Piedemonte y costa nariñense. Y es que la violencia se ensaña cada vez con mayor fuerza en contra de las oportunidades de estos grupos étnicos, que lentamente les embarga la desilusión, desenvainando la improvisación y angustia para hacerle frente a una cruda realidad que deja a su paso calamidad y desaliento humano.

Se volvió costumbre los desplazamientos forzosos de indígenas Awá desde las montañas hacia las cabeceras municipales o centros poblados, desmantelando casi por completo su cultura, armonía y convivencia de estas personas, que históricamente han sido dueñas y señoras de sus territorios.

Fuerzas militares legales e ilegales con procedencias ideológicas o delincuenciales diferentes, permean la sensibilidad y dignidad de estos compatriotas que solo desean vivir en paz. Ni que decir del pueblo negro o habitantes de la costa, en especial de Tumaco, hoy libran una guerra sin cuartel que en lo corrido del año arroja más de medio millar de muertos.

La etnia Awá ha sido una de las culturas más afectadas por el conflicto armado que se desarrolla en nuestro país. En las últimas décadas la ‘gente de la montaña’, así como traduce el nombre indígena, se ha convertido en blanco de la violencia y también del abandono estatal. Existe un desplazamiento progresivo en los diferentes asentamientos indígenas que por miles de años han vivido en sus territorios, sin que nadie les generara opresión o discriminación alguna.

Hoy, no es raro encontrar en las cabeceras municipales de Tumaco, Ricaurte, Barbacoas, Mallama, y otros municipios del suroccidente de Nariño, cientos de familias Awá sin rumbo alguno. Mujeres con cinco, seis, hasta ocho niños y ancianos, deambulando por calles y parques de esas poblaciones. Obviamente que los más afectados por esta crisis humanitaria son los menores; ya que su normal desarrollo está siendo afectado por una serie de situaciones adversas a su cultura e idiosincrasia, a esto sumado la indiferencia social y las malas condiciones alimentarias y sanitarias a  las que son sometidos permanentemente.

El Estado colombiano más que justo debe ser condescendiente con las poblaciones en estado de vulnerabilidad, especialmente las indígenas. Que la política social sea directamente aplicada a estos núcleos familiares. No basta con los programas presidenciales actualmente en ejecución: Familias en Acción, Adulto Mayor, Primera Infancia y otros, sino que se haga un estudio serio por cada comunidad afectada, indicando de primera mano los antecedentes de cada población desplazada; de igual manera garantizándoles programas encaminados a solucionar la causa de los problemas. En otras palabras, generar espacios ideales para que estas personas tengan un desarrollo digno en todos sus menesteres.

Que no sean estos niños un problema para el futuro de Nariño y Colombia, sino que se transformen en vectores y auténticos herederos de esta cultura ancestral Latinoamericana, que a propósito enfrenta un agresivo exterminio por parte de los enemigos de la conservación social y cultural.

Hoy la sombra de la desesperanza cabalga campantemente, masacrando la dignidad y tranquilidad de estos pueblos. Rostros de incertidumbre son los que se observa en la niñez ancestral del Piedemonte y costa nariñense, todos víctimas de la guerra desenfrenada desatada contra su raza. 

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